Catarsis
El
mito de la nación única y soberana
Sintiéndolo mucho –y especialmente me dirijo a aquellos mastodontes que
se basan en el folclore y las tradiciones inmemorables– la nación es un
constructo social. Sí, una invención. Un artificio político que se sustenta en
elementos subjetivos para construir la idea de pertenecer a una misma comunidad
imaginada. Tiene fecha de inicio y fecha de caducidad. Tiene límites
fronterizos que se expanden y se contraen y que no son inamovibles.
No les voy a discutir que el sentimiento de identidad trasciende más
allá de la palabrería política. Es un sustrato de una pureza incandescente que,
inconforme con permanecer en el corazón del ciudadano, traza lazos
imperceptibles e indivisibles entre personas que se sienten parte de una misma
cultura.
El problema es que el romanticismo desaparece cuando entran los
intereses de las élites soberanas. La oligarquía, que muta en función de la
época, rige los parámetros de una nueva creación. Busca movilizarla en una
dirección determinada para alcanzar su propósito: una posición dentro del statu quo de control, enaltecida y loable. El pobre sustrato, que se había
sentido soberano en sus inicios, desfallece en el intento de ser dueño de su destino.
La articulación de este sentimiento ha sido distinto, claro está, a
medida que las triquiñuelas de la historia se han ido interponiendo. Y las
técnicas para manejarlo han devenido más manidas conforme la inocencia del
sustrato iba transformándose en incredulidad, cuando se puede resistir al deseo
de olvidar.
Sinceramente, y no es porque haya florecido en mi el instinto de
maternidad, me da pena el pobre sustrato. Odio la deformación de un
sentimiento. Aborrezco a aquellos que se creen soberanos de la opinión pública,
la manejan a su antojo y la alimentan con un odio visceral hacia los “otros”,
hacia los que incomodan o no entran a formar parte del paradigma político que
han defendido a ultranza. Da igual la ideología; la reacción es la misma cuando
el ideal que ellos habían imaginado se desmorona.
En España se está lidiando una batalla de naciones. El nacionalismo
español inmovilista y el combatiente catalanismo, dos invenciones sociales al
fin y al cabo, deberían reflexionar sobre dónde ha quedado su sustrato aunque,
después de toda una campaña propagandística, dejar de lado la ambición
irracional y el ego personal cuesta. Y la ciudadanía, adormecida, habría de
pensar qué sucede con su identidad colectiva cuando se convierte en nación, en
qué medida sirven a las pretensiones de un líder.
Blanca Aparisi Galán
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