16/12/14
CON
GUSTO
GALAXIAS CANÍBALES
EMILI
PIERA
Salvo
el breve período que va del Barroco a las guerras del opio, China siempre halló
el modo de ir por delante de Europa: en ciencia y tecnología. También, quizás,
en un terreno de tan difícil evaluación como el arte; en invenciones, urbanidad,
diplomacia y repertorios de gobierno. Parece ser que tienen una novela muy
parecida a El Quijote y que dieron la
vuelta al globo antes que Juan Sebastián Elcano. Pero en este como en
muchos otros casos, China se desentendía del mundo (como Japón): hasta que les
abrimos a cañonazos porque ellos nos vendían, pero no nos compraban nada. China
ahora está más que abierta,
desparramada. Vive en cada tienda de la esquina, en cada bar y en la
forma más insidiosa de dominio: deberle algo a alguien.
No
sé si con todo ello, China se ha traicionado a sí misma, pero como vivíamos en
universos paralelos, al entrar en contacto se han producido columnas de chispas
y un torrente de oro, pero también reacciones en cadena masivas de tal manera
que de las dos galaxias, no sabemos cual es la caníbal. Como ese tren navideño,
saludado irresponsablemente por la autoridad, que se supone competente, con
muchos vagones, repletos de contenedores, llenos de mercancías que ya no
fabricaremos nosotros. El tren venía de China y se dijo, entre acordes
triunfales, que era más largo que el Transiberiano. Por dios, no confundamos,
el Transiberiano es del género épico; lo de los chinos, sólo es del genero
administrativo y contable: un billete combinado de mercancías aunque sirva para
recorrer, dicen, 16.000 quilómetros.
En
los años del boom alguien que conozco presumía de haber convertido el puerto de
Valencia en la primera puerta de entrada de los artículos chinos, lo que me
recuerda a Gabriel Magalhaes: “la clase media europea ha sido enseñada a
pensar contra sí misma (…), una intoxicación mental que empuja a millones y
millones de personas a aprobar ideas que en realidad les perjudican
gravemente”. De ahí la penetración china: una penetración de dieciséis mil
quilómetros de longitud, ay mare.
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